Aquella tarde sentí mi ansiedad al máximo. Enloquecía lentamente, minuto tras minuto, con la perspectiva de aquella inminente fiesta. Quisiera resaltar que nunca fui, ni he sido en todo este tiempo, fanático de tales eventos, pues mi taciturno y sosegado carácter y la muy reflexiva forma de pensar heredada de mi padre han sido siempre procreadoras de los más temibles miedos e inseguridades. Aún así, como pocas veces en mi vida, aquella vez me encontré agitado y expectante por la sola posibilidad de vencer, aunque fuera solo en aquella ocasión, aquel monstruo voraz en mi mente. No es broma ni mucho menos, hay algo en mí, algo con lo que he venido conviviendo desde hace mucho tiempo.
Por muy extraño que parezca, no me percaté de él hasta mi adolescencia, específicamente a la edad de quince cuando, y habiendo sido cómplice silente de un buen amigo de aquel entonces quien decidió de repente tomar el carro de su papá a escondidas, tuve mi primera oportunidad al volante. Fue en una larga y solitaria calle, la cual acababa en un sólido muro de concreto. Comencé apretando poco a poco el acelerador, mis manos sudando con el contacto del cuero usado del volante, y a mi lado mi animado compañero que me alentaba a ir mas y mas rápido. Había ya alcanzado una velocidad considerable a mitad del recorrido cuando, súbitamente, caí en cuenta de lo que estaba por suceder. Mi amigo, ajeno a todo aquello, aullaba como loco por la ventana mientras el auto tomaba más y más velocidad. Mi mandíbula estaba involuntariamente apretada, y una extraña sensación de expulsar algo por mis ojos me invadió por completo. Íbamos directa e irremediablemente hacia el muro. Mis pies no respondían a mis fútiles intentos de frenar, y dudo que mi compañero supiera entonces (ahora, incluso) que faltó muy poco para estrellarnos, de frente y a toda velocidad, contra aquella pared. Finalmente, logré frenar a escasos metros del espantoso final en mi mente, pero desde ese entonces he estado consciente de aquel ente, el cual a veces toma una oscura forma en mis pensamientos, y que esporádicamente coge las riendas mías y me lleva desesperadamente al peligro.
Ahora bien, continuando con el relato de aquel día de fiesta, hubiese podido ser la noche algo rutinario, con bebida, comida y música y chicas; de no haber sido por la extraña visión que me acometió. Reconozco que bebí poco más de la cuenta, solo un poco, y en un súbito ataque de claustrofobia salí al jardín a refrescarme. El frío y plácido aire nocturno fue más que glorioso, y ya encontrándome aparte de aquella ruidosa y sofocante sala de estar, comencé a caminar lentamente, disfrutando de cada bocanada de aire helado de madrugada que tomaba y observando algunas parejas que se besaban en la grama y bajo algún que otro árbol, con la estridente música proveniente de la casa como fondo. Fue al llegar a la pared del fondo, que separaba aquel patio del vecino, cuando contemplé algo que me dejó pasmado. Una sombra alta y delgada se reflejaba en ella, con largos brazos y piernas, casi flotaba sobre la superficie blanca de la pared. Fue como contemplar un largo velo negro colgando de algún clavo. Continué mirando la misteriosa figura por unos minutos más, y me di cuenta de algo que me heló la sangre y que, hasta hoy, ha sido mi más recurrente pesadilla: no rea que la sombra fuese de un hombre alto, sino que era de alguien que colgaba. De hecho, una mejor aunque estremecedora observación me hizo caer en cuenta de que era la sombra de un ahorcado, cuyo movimiento oscilatorio fue en aquel momento claramente perceptible. Aunque parezca ridículo, no logré hallar la fuente de aquel misterio proyectado en la pared.
Hoy por hoy puedo mirarme como en una película, sentado en la grama mientras el aire helado de la noche hería cada centímetro de mi piel, contemplando aquella misteriosa figura, haciendo caso omiso a algún que otro amigo que me invitaba a entrar a la fiesta de nuevo. No recuerdo cuantos minutos exactamente pasé mirando la sombra, tratando inútilmente, al principio, de identificar su procedencia en los alrededores, y eventualmente intentando descifrar su significado. Dada mi situación entonces, reflexioné sobre lo evidente de que parecía que aquella imagen tuviera algún tipo de vínculo con mi vida personal. Mis intentos fueron inútiles y, pasados unos minutos, decidí volver a la casa. El resto de la noche transcurrió sin novedad, excepto tal vez las épicas dimensiones de la borrachera que me pegué. Aquella sombría y macabra figura no la volví a ver jamás… hasta hoy.
Mi vida podría dividirse fácilmente en tres etapas: adolescencia (mi niñez no la recuerdo), adultez y postadultez. En la primera de ellas experimenté sensaciones que me desvincularon totalmente de las enseñanzas de mis padres, además de vivir experiencias que marcaron el resto de mi vida. Nunca tuve muchos amigos, pero extrañamente me sentía mucho más cómodo encerrado en mi habitación que en compañía de las pocas personas que conocía. Fue en aquella etapa que tomé consciencia de la entidad que me acompañaba a todos lados. Luego del incidente con el carro de mi amigo experimenté ataques de violencia en ciertas ocasiones, siempre bajo la muda y latente supervisión de aquello que vivía en mí, que veía a través de mis ojos. Otro episodio que demuestra claramente lo que causaba en mí tenerlo a él en mi mente, sucedió a mis diecisiete años, cuando en un ataque de ira me descargué sin previo ni aparente motivo sobre un compañero de clases. Fue un solo golpe, directo al pómulo izquierdo. El muchacho quedó tendido en el suelo, mirándome con la cara desencajada, yo sin decirle nada. Lo cierto es que, y aunque parezca increíble, había sentido salir a flote al monstruo en mi cabeza, y súbitamente me llegó el impulso de golpear a mi compañero. Ese día, al llegar a casa, lo primero que hice fue hacer un boceto de la sombra que había visto noches antes en casa del mismo compañero al que golpeé, y al finalizarlo, lo pegué en la puerta de mi habitación.
La casa donde crecí es una modesta estructura de una sola planta, con angostas habitaciones y un pequeño patio trasero. A la edad de veintiuno se me hizo tan sofocante aquel sitio que tuve que largarme. En aquella época era feliz viviendo en una habitación alquilada en casa de dos menudos ancianos, disfrutando de mi soledad y mi libertad. Siempre he visto mi privacidad como una gruesa cobija con qué arroparme en el caos de la vida. Así transcurrió mi etapa adulta, entre una fugaz e insatisfactoria carrera universitaria, un insípido trabajo con compañeros sin rostro, entre novias y amantes igual sin caras, solo voces, manos que me acariciaron pero que no lograron en mí la más mínima emoción. Pensándolo bien, nada en mi vida logró causarme sentimiento alguno. Nada, excepto tal vez aquella maldita sombra. Del resto, fui ajeno a este mundo y sus maravillas (sé que las hay), sus sensaciones, sus experiencias.
¿Qué era lo que tenía planeada para mí esta vida desabrida e inodora? En blanco y negro, muda, la vi transcurrir desde una ventana empañada. ¿Acaso hubo algo que me salté? ¿Fue algo que no pude ver en los ojos de una mujer, o escuchado en el mar o en algún bosque de este mundo excluyente? Porque eso es para mí este lugar. Una playa privada, un parque cerrado para mí. Una vez tuve un hijo, una idea en mí que duró unas cuantas noches, y que después deseché. Nunca me preocupé en recuperarlo, si es que nació varón, pues no había derecho.
Mi etapa adulta duró solamente siete años, y a los veintinueve ya me veía de cuarenta y tantos. Es allí donde me encuentro ahora, pues el tiempo para mí es físico, una casa, y me muevo lentamente, sin ganas, viendo mi reflejo en las paredes y el techo que son espejos. Mis ataques de furia no son tan frecuentes, pues he aprendido a vivir con ellos, los he hecho rutina, y ya no son ataques. Hoy volví a casa. Sobre esta silla me doy cuenta que no hay nada que temer, y crece mi ira, pues era yo el extraño. Era yo el que acechaba repentinamente en la noche, en medio de una multitud o en la simple compañía de alguien. Quien sabe lo que había antes afuera, dueño de estas manos y estas piernas, de esta lengua entera y no desgastada pues no me parece haber dicho nada en toda mi vida. Solo soy yo ahora mirando por una ventana, y lo que veo no me gusta, me da grima y tristeza. Una sombra se proyecta en la pared, se balancea lenta y rítmicamente. El otro, el de afuera, ya no respira, no se mueve, no me quiso mas consigo; y yo, solo como siempre, estaré condenado a mirar por la eternidad en la pared de mi cuarto la sombra que alguien algún día me mostró.