El Extraño

•septiembre 16, 2013 • Deja un comentario

Aquella tarde sentí mi ansiedad al máximo. Enloquecía lentamente, minuto tras minuto, con la perspectiva de aquella inminente fiesta. Quisiera resaltar que nunca fui, ni he sido en todo este tiempo, fanático de tales eventos, pues mi taciturno y sosegado carácter y la muy reflexiva forma de pensar heredada de mi padre han sido siempre procreadoras de los más temibles miedos e inseguridades. Aún así, como pocas veces en mi vida, aquella vez me encontré agitado y expectante por la sola posibilidad de vencer, aunque fuera solo en aquella ocasión, aquel monstruo voraz en mi mente. No es broma ni mucho menos, hay algo en mí, algo con lo que he venido conviviendo desde hace mucho tiempo.

Por muy extraño que parezca, no me percaté de él hasta mi adolescencia, específicamente a la edad de quince cuando, y habiendo sido cómplice silente de un buen amigo de aquel entonces quien decidió de repente tomar el carro de su papá a escondidas, tuve mi primera oportunidad al volante. Fue en una larga y solitaria calle, la cual acababa en un sólido muro de concreto. Comencé apretando poco a poco el acelerador, mis manos sudando con el contacto del cuero usado del volante, y a mi lado mi animado compañero que me alentaba a ir mas y mas rápido. Había ya alcanzado una velocidad considerable a mitad del recorrido cuando, súbitamente, caí en cuenta de lo que estaba por suceder. Mi amigo, ajeno a todo aquello, aullaba como loco por la ventana mientras el auto tomaba más y más velocidad. Mi mandíbula estaba involuntariamente apretada, y una extraña sensación de expulsar algo por mis ojos me invadió por completo. Íbamos directa e irremediablemente hacia el muro. Mis pies no respondían a mis fútiles intentos de frenar, y dudo que mi compañero supiera entonces (ahora, incluso) que faltó muy poco para estrellarnos, de frente y a toda velocidad, contra aquella pared. Finalmente, logré frenar a escasos metros del espantoso final en mi mente, pero desde ese entonces he estado consciente de aquel ente, el cual a veces toma una oscura forma en mis pensamientos, y que esporádicamente coge las riendas mías y me lleva desesperadamente al peligro.

Ahora bien, continuando con el relato de aquel día de fiesta, hubiese podido ser la noche algo rutinario, con bebida, comida y música y chicas; de no haber sido por la extraña visión que me acometió. Reconozco que bebí poco más de la cuenta, solo un poco, y en un súbito ataque de claustrofobia salí al jardín a refrescarme. El frío y plácido aire nocturno fue más que glorioso, y ya encontrándome aparte de aquella ruidosa y sofocante sala de estar, comencé a caminar lentamente, disfrutando de cada bocanada de aire helado de madrugada que tomaba y observando algunas parejas que se besaban en la grama y bajo algún que otro árbol, con la estridente música proveniente de la casa como fondo. Fue al llegar a la pared del fondo, que separaba aquel patio del vecino, cuando contemplé algo que me dejó pasmado. Una sombra alta y delgada se reflejaba en ella, con largos brazos y piernas, casi flotaba sobre la superficie blanca de la pared. Fue como contemplar un largo velo negro colgando de algún clavo. Continué mirando la misteriosa figura por unos minutos más, y me di cuenta de algo que me heló la sangre y que, hasta hoy, ha sido mi más recurrente pesadilla: no rea que la sombra fuese de un hombre alto, sino que era de alguien que colgaba. De hecho, una mejor aunque estremecedora observación me hizo caer en cuenta de que era la sombra de un ahorcado, cuyo movimiento oscilatorio fue en aquel momento claramente perceptible. Aunque parezca ridículo, no logré hallar la fuente de aquel misterio proyectado en la pared.

Hoy por hoy puedo mirarme como en una película, sentado en la grama mientras el aire helado de la noche hería cada centímetro de mi piel, contemplando aquella misteriosa figura, haciendo caso omiso a algún que otro amigo que me invitaba a entrar a la fiesta de nuevo. No recuerdo cuantos minutos exactamente pasé mirando la sombra, tratando inútilmente, al principio, de identificar su procedencia en los alrededores, y eventualmente intentando descifrar su significado. Dada mi situación entonces, reflexioné sobre lo evidente de que parecía que aquella imagen tuviera algún tipo de vínculo con mi vida personal. Mis intentos fueron inútiles y, pasados unos minutos, decidí volver a la casa. El resto de la noche transcurrió sin novedad, excepto tal vez las épicas dimensiones de la borrachera que me pegué. Aquella sombría y macabra figura no la volví a ver jamás… hasta hoy.

Mi vida podría dividirse fácilmente en tres etapas: adolescencia (mi niñez no la recuerdo), adultez y postadultez. En la primera de ellas experimenté sensaciones que me desvincularon totalmente de las enseñanzas de mis padres, además de vivir experiencias que marcaron el resto de mi vida. Nunca tuve muchos amigos, pero extrañamente me sentía mucho más cómodo encerrado en mi habitación que en compañía de las pocas personas que conocía. Fue en aquella etapa que tomé consciencia de la entidad que me acompañaba a todos lados. Luego del incidente con el carro de mi amigo experimenté ataques de violencia en ciertas ocasiones, siempre bajo la muda y latente supervisión de aquello que vivía en mí, que veía a través de mis ojos. Otro episodio que demuestra claramente lo que causaba en mí tenerlo a él en mi mente, sucedió a mis diecisiete años, cuando en un ataque de ira me descargué sin previo ni aparente motivo sobre un compañero de clases. Fue un solo golpe, directo al pómulo izquierdo. El muchacho quedó tendido en el suelo, mirándome con la cara desencajada, yo sin decirle nada. Lo cierto es que, y aunque parezca increíble, había sentido salir a flote al monstruo en mi cabeza, y súbitamente me llegó el impulso de golpear a mi compañero. Ese día, al llegar a casa, lo primero que hice fue hacer un boceto de la sombra que había visto noches antes en casa del mismo compañero al que golpeé, y al finalizarlo, lo pegué en la puerta de mi habitación.

La casa donde crecí es una modesta estructura de una sola planta, con angostas habitaciones y un pequeño patio trasero. A la edad de veintiuno se me hizo tan sofocante aquel sitio que tuve que largarme. En aquella época era feliz viviendo en una habitación alquilada en casa de dos menudos ancianos, disfrutando de mi soledad y mi libertad. Siempre he visto mi privacidad como una gruesa cobija con qué arroparme en el caos de la vida. Así transcurrió mi etapa adulta, entre una fugaz e insatisfactoria carrera universitaria, un insípido trabajo con compañeros sin rostro, entre novias y amantes igual sin caras, solo voces, manos que me acariciaron pero que no lograron en mí la más mínima emoción. Pensándolo bien, nada en mi vida logró causarme sentimiento alguno. Nada, excepto tal vez aquella maldita sombra. Del resto, fui ajeno a este mundo y sus maravillas (sé que las hay), sus sensaciones, sus experiencias.

¿Qué era lo que tenía planeada para mí esta vida desabrida e inodora? En blanco y negro, muda, la vi transcurrir desde una ventana empañada. ¿Acaso hubo algo que me salté? ¿Fue algo que no pude ver en los ojos de una mujer, o escuchado en el mar o en algún bosque de este mundo excluyente? Porque eso es para mí este lugar. Una playa privada, un parque cerrado para mí. Una vez tuve un hijo, una idea en mí que duró unas cuantas noches, y que después deseché. Nunca me preocupé en recuperarlo, si es que nació varón, pues no había derecho.

Mi etapa adulta duró solamente siete años, y a los veintinueve ya me veía de cuarenta y tantos. Es allí donde me encuentro ahora, pues el tiempo para mí es físico, una casa, y me muevo lentamente, sin ganas, viendo mi reflejo en las paredes y el techo que son espejos. Mis ataques de furia no son tan frecuentes, pues he aprendido a vivir con ellos, los he hecho rutina, y ya no son ataques. Hoy volví a casa. Sobre esta silla me doy cuenta que no hay nada que temer, y crece mi ira, pues era yo el extraño. Era yo el que acechaba repentinamente en la noche, en medio de una multitud o en la simple compañía de alguien. Quien sabe lo que había antes afuera, dueño de estas manos y estas piernas, de esta lengua entera y no desgastada pues no me parece haber dicho nada en toda mi vida. Solo soy yo ahora mirando por una ventana, y lo que veo no me gusta, me da grima y tristeza. Una sombra se proyecta en la pared, se balancea lenta y rítmicamente. El otro, el de afuera, ya no respira, no se mueve, no me quiso mas consigo; y yo, solo como siempre, estaré condenado a mirar por la eternidad en la pared de mi cuarto la sombra que alguien algún día me mostró.

Más obras de Junji Ito y otros mangas de terror (III)

•agosto 14, 2013 • Deja un comentario

Excelente!!!

PASEO DOMINGO

•abril 2, 2013 • Deja un comentario

El “Paseo domingo” jamás había estado tan repleto como aquella noche limpia y fría y con aquel cielo negro desvestido dejando ver sus miles de estrellas y la luna eternamente callada. Era viernes 11 de diciembre del trágico año 2001, el mismo año en el que perdí a mi madre y me gradué de profesora en la universidad pedagógica. Me hallaba yo sentada y solitaria de alma en una de las tantas mesas de aquel bar, rodeada de amigos bulliciosos y cerveza que iba y venía en un estruendo agudo de botellas, con música desbordándose de unas cornetas que no lograba ubicar y el agrio y asfixiante humo de cigarrillo. Mis ojos escaneaban el lugar una y otra vez, paredes blancas decoradas con cuadros un tanto bohemios de viejos festivales de salsa y jazz y recortes antiguos de artículos de periódico sobre obras de teatro; viejas lámparas colgaban del techo sobre las mesas y la gente arrojando una envejecida luz amarillenta que nos hacía a todos un poco sombríos y misteriosos. No había ventanas, solo una alta pero angosta puerta de madera que era la principal y, al otro extremo del salón, un enorme balcón que bajaba directamente a la playa. El “Paseo domingo” poseía un definitivo encanto en aquel pueblo costeño, haciéndonos sentir íntimamente conectados y aparte de la sociedad.

En las mesas redondas y blancas se iban formando poco a poco y en relieve las caras de aquellos a quienes no olvidamos, sea por bien o por mal, y más de un asiduo al bar afirmaba que al llegar las 3 de la mañana sus voces se fundían con la música, hablando del pasado y perdonando sin reservas. Mary, una amiga de la universidad que había ido en noviembre con su novio, me comentó un lunes que habían durado hasta las 6 de la mañana bebiendo y riendo y que, además de confirmar los rumores de las caras en las mesas, se sorprendieron cuando justamente a las 4:15 aparecieron de la nada unas cinco parejas, que comenzaron a bailar por entre los asistentes un merengue de antaño, vestidas con ropas de la época de la colonia, con piel traslúcida y sin hacer el menor de los ruidos. Al escuchar aquello pensé que debió haber sido una visión inquietante, salida de una pesadilla fugaz, pero allí estaba yo un mes después con mis amigos y amigas de la infancia, ellos hablando en voz alta sobre nuestras locuras adolescentes y los conciertos a los que solíamos ir, bebiendo y riendo; y yo recordando a mi madre, mi pérdida, mientras su rostro me devolvía la mirada y me sonreía desde la superficie de la mesa.

Poco a poco me fui adaptando más al ambiente y ya mi rostro no reflejaba aquel dolor de ver a mi madre de nuevo en aquella mesa. Recuerdo haber pedido un ron, no soy tan amante de la cerveza, puro y seco el cual bebí sin contemplación mientras mis amigos me celebraban y vitoreaban la hazaña. Vaso tras vaso me deleitaba un poco más, el estómago y la garganta ardiente y mi lengua un poco floja eran sensaciones de repente mágicas para mí. Un viejo reggae comenzó a sonar y de inmediato nos levantamos todos y cantamos a gritos como locos, yo les miraba las caras a cada uno y los quise más, miraba la mesa en medio de nuestro circulo y allí estaban nuestras madres y hermanos y abuelos y padres y amigos sonriéndonos y cantando con nosotros. Hay momentos que nos hacen más amigos, más cercanos, cómplices y amantes de la vida con todo y sus tragedias.

Sentí una brisa mínima, helada, cuando salí al balcón por un rato. Unos cuantos escalones llevaban a la playa, pero sólo quería relajarme allí afuera fumando y bebiendo, sintiendo el sabor y los olores y abajo el estruendo de las olas y mi piel un poco erizada por el frío nocturno. Mirar la luna rodeada de amigas brillantes fue una alucinación. Todos mis sentidos estaban activados al máximo. ¿Qué más se puede pedir en la vida? Sentí que podía morir en aquel mismo momento. Fantasmas caminaban por la orilla de la playa, niños y niñas, jóvenes tomados de la mano, adultos, viejos; todos ellos pasaban y me saludaban y allí supe que alguna vez habían estado en mi lugar, en el mismo balcón. Todos eran luminosos y sonrientes. Al regresar adentro vi como varias parejas de antaño bailaban muy juntos, mezclados con los vivos, un amigo me tomó la mano y allí nos unimos al baile.

Era un viejo bolero, muy triste, pero en mi corazón no hubo pena alguna nunca más. Mansamente dejé descansar mi mejilla en su hombro y me dejé llevar. Luego vino otra canción… y otra… era un baile eterno. En un determinado momento levanté la vista y, sobre el marco de la puerta principal, vi un pequeño cartel de madera. Allí estuve segura de lo que antes creí saber, quizá desde el mismo momento en que entramos a aquel lugar: nuestros recuerdos quedarían por siempre entre aquellas mesas, aquellas paredes; las almas de los que entraban nunca volvían a salir.

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Paralizado

•marzo 12, 2013 • 1 comentario

A mis doce años, mi mamá, mis hermanas y yo, nos mudamos de casa de mi abuela a un apartamento en lo alto de un edificio del centro de la ciudad donde nací. Por primera vez tenía una habitación para mí solo y, a mi edad en aquel entonces, ese no era un lujo que muchos jóvenes que yo conociera pudieran darse. Allí tenía una cama sencilla y un escritorio para mis tareas y un gavetero con un pequeño televisor en blanco y negro que solo captaba tres canales, pero igualmente me sentía en paz por mi tan necesitada privacidad. Recuerdo siempre irme a la cama a altas horas de la madrugada, viendo alguna película en dos colores o leyendo cuentos de misterio que nutrían mi volátil imaginación, fumando mis primeros cigarrillos con la ventana abierta. A medida que avanzaban los días fui conociendo muchachos y muchachas de mi edad con quienes compartía hasta altas horas contando chistes o jugando cartas o la botellita en los pasillos.
Una noche en la que mi madre y mis hermanas fueron a una reunión no recuerdo de qué, me quedé viendo una vieja película de terror en mi pequeño y personal televisor. Me acuerdo que en ella una mujer era eternamente perseguida por un asesino enmascarado que, aun cuando caminaba amenazante, misteriosamente siempre alcanzaba a la bella protagonista que corría y corría cual gacela. Recuerdo haber luchado contra el sueño por unos minutos pero siempre miraba la puerta entreabierta de mi cuarto, que daba al pasillo iluminado del apartamento, y conseguía así alejarme del borde del sueño por unos segundos. Así pasaron unos minutos hasta que me pareció escuchar el sonido de la puerta principal al abrirse, y supuse que era mi mamá con mis hermanas.
Continué allí en la cama en la oscuridad rota por la luz del televisor y vi pasar a mi madre frente a mi habitación, seguida de Laura, mi hermana mayor, y Vane, la menor, quien se detuvo frente a mi puerta, saludándome con un hola y una sonrisa que no vi pero que sabía estaba allí. Por más que intenté no pude contestar, mi mandíbula no se movía y mucho menos mis labios. Eso me asustó e inmediatamente intenté levantar mi cabeza de la cama, pero la sentí cosida al colchón. Empecé a sudar, en mi mente gritaba pero ningún sonido salió de mi garganta y con mis ojos espantosamente abiertos vi como Vane empezaba a pasar al cuarto, con la cara desencajada como si viera algo de un espanto inmensurable.
Escuchaba los gritos MAMÁ… MAMÁ de mi hermana y aparte la mujer gritando en el televisor ya en la parte cumbre de la película. A la puerta aparecieron mi madre y Laura. Intentaba mover mis dedos o mis pies pero no era capaz de nada, sentía mi cuerpo tenso y sudoroso pero no podía moverme. Vi las caras junto a mí, me gritaban, me tocaban y me sacudían pero no pasaba nada en mí. Me estoy muriendo… así se siente morir… me estoy muriendo pensé desesperado y entonces noté que no podía respirar. Fue demasiado…
Desperté calado en sudor, de pies a cabeza, con las sábanas pegadas y con calambres fuertes en mis pies y mis piernas. Mi abdomen estaba rígido y mi cabeza palpitaba de dolor. Había estado gritando en serio, me dolía la garganta y los brazos por el esfuerzo. Me incliné para vomitar y vi el cuarto en penumbra, con la misma película, la puerta entreabierta y la luz encendida del pasillo. Mi corazón latía a millón. Cinco minutos después estaba sentado a la mesa de la cocina con un vaso de agua cuando sonó el teléfono de la casa. Era mi abuela, para decirme que no me moviera de donde estaba, que ya venía para acá y decirme lo del accidente.

desdoblamiento

El libro

•febrero 21, 2013 • Deja un comentario

La mañana en que Víctor conoció a Laura llovía a cántaros sobre las calles de la ciudad. El día prometía algo de fresco, y el optimismo ya se asomaba en la mirada de las miles de personas que caminaban la gran avenida. Una chica sentada sola en un banco de la plaza principal miraba fijamente las montañas enormes que rodeaban el paisaje, mientras el agua helada la bañaba sin piedad. Nadie discutía, no había gritos ni cornetázos de carros ni golpes extraños, solo gente que caminaba bajo sus sombrillas rumbo al trabajo y automóviles y buses en sana procesión. Una pareja joven que paseaba por el parque reparó en la joven solitaria en el banco y tuvo lástima. Mucha gente la había visto y había sentido algo de curiosidad y compasión, pero nadie se atrevió a decirle nada.

En la esquina cuarta, diagonal al parque, en una lujosa panadería algo cara y fuera de lugar en aquella zona, trabajaba Víctor, hijo de Magdalena y menor de cuatro hermanos. Hacía ya dos años que se graduó del liceo y ya casi que decidía lo que iba a estudiar, pero nunca le había faltado el espíritu para el trabajo, cosa rara en los jóvenes de su edad y de su época. Apretaba fuertemente en el bolsillo derecho de sus pantalones uno de esos relajantes muñecos con arenilla adentro usado como llavero, mientras veía fijamente un algo que se mojaba en uno de los bancos del parque, sin lograr distinguir que era. Una señora de edad avanzada se le acercó bajo un paraguas marrón y le hizo una pregunta, a lo que Víctor contesto que sí cortésmente, y cedió el paso para que la mujer entrara al local. Pasaron unos minutos sin la aparición de otro cliente y el muchacho tomó la decisión de acercarse a ver que era aquello que se mojaba.

No se lo esperaba. En aquel banco y bajo la lluvia, lo menos que pensó encontrarse fue aquel libro. Estaba en un estado regular, pero su cubierta comenzaba ya a dañarse y algunas páginas a desprenderse. Era curioso, pensó el muchacho, las cosas que uno se encuentra si se propone a mirar fijamente el paisaje por unos minutos. Supuso que así debía ser también con las personas, que si decidiera ver a alguien durante un tiempo, fijamente, sin pensar en nada, encontraría seguramente algo especial, algo que no había estado antes a la vista.

Más de la mitad del libro tenía las páginas en blanco. Pero en las primimageseras encontró las mejores y más hermosas historias que jamás había leído o escuchado. Historias emocionantes, de amor, misterio, algunas ficciones y otras tan verdaderas que hasta él mismo se identificaba con ellas. Más de una vez creyó llorar al leer un pasaje particularmente triste, pero casi siempre seguía un fragmento esperanzador. Así fue capaz de leer todo lo escrito en una mañana y bajo la lluvia, para luego continuar llenando las páginas en blanco con nuevas historias, unas lindas o divertidas y otras tristes, pero nunca volvió a cerrar aquel libro y de vez en cuando, año tras año, se llevó unas muy gratas sorpresas al descubrir anotaciones que no estaban la primera vez, y fue emocionante, pues así se fue asegurando más y más de que nunca acabaría de leerlo.

Aquella mañana la gente que paseaba por el parque los vio caminando bajo la lluvia, hablando y riendo como niños, y estuvieron seguros de que nunca más volverían a ver al uno sin el otro.

Al Sur

•febrero 20, 2013 • Deja un comentario

“El loco juan carabina… pasa las noches andando, cuando la luna ilumina las noches de san Fernando, cuando la luna ilumina las noches de san Fernando…”

Una Chevrolet Silverado (blanca) avanzaba perezosamente en la envolvente oscuridad de aquella zona, lugar y contexto de tantos mitos y leyendas, historias, chismes, cuentos y todo cuanto se le ocurriera a la gente contar en botiquines de carretera desde siglos atrás. Humberto José Castro Pacheco se abría paso a través de la negrura en su camioneta con sembradío de nosequé a la derecha y a la izquierda y un verdadero bochinche de estrellas en el cielo despejado de diciembre. Hacía apenas seis horas que empezara su travesía y no había siquiera llegado a la mitad del camino, pero así era feliz escuchando a su Simón Díaz cuenta y canta a todo volumen y esplendor. Un frío hiriente y despiadado atacaba en plena noche a los desamparados y a los débiles de mente y corazón que pronto se apuraban a buscar calidez en brazos amantes o tragos de licor, más Beto solo se permitía un cigarrillo de vez en cuando (solo de noche) y así combatía la tentación de detenerse en el primer bar que viese en el camino.

A sus cuarenta y cuatro años, Humberto había sido infiel a Carlota, su esposa, si acaso dos veces en sus veintiún años de matrimonio: la primera a los ocho meses de casados, con una prima de su mujer que vino de Colombia que pasó los primeros tres días de la visita viéndolo con mala cara y que luego no quería ni aflojarlo un poquito para que respirara; y la segunda cinco años después con una muchacha de dieciocho que se había encontrado en la playa y que no dijo nada cuando Beto se le acercó por detrás en medio de un rebullicio de gente y le lanzó una manoseada desde los muslos hasta las nalgas. A partir de allí, había sido un hombre total y completamente dedicado a su hogar, normal y corriente, con sus dos hijas y su mujer, una linda citadina a la que alguna vez le descubrió una canita al aire pero que la dejó ser por pura lástima, y a la que más nunca le consiguió nada raro después de eso. A las 07:30 pm de aquella noche había emprendido un larguísimo viaje de doce horas a un remoto pueblo al sur solamente para ver unos terrenos que pretendía comprar para empezar un buen negocio, a lo mejor sembrar y criar algunas reces.

“Cuando la noche esta oscura… callado el loco se va… a perderse en la llanura, nadie sabe adónde irá”.

La camioneta avanzaba más y más en la oscuridad, dejando atrás una que otra pequeña vivienda que ofrecía un ápice de iluminación a la carretera. Algunos ranchos, licorerías y pequeñas tascas y burdeles ocultos en la penumbra fueron testigos del paso de la Silverado esa noche, mientras en ellas sus concurrentes comentaban con respeto sobre historias locales y leyendas que escuchaban de otras zonas del país. Una botella de anís, cajas de cigarrillos y chimó para mascar eran los acompañantes de aquella gente temerosa de su tierra indómita y eternamente misteriosa.

Una hermosa mujer que, en un arrebato de celos, asesinó a su infiel marido rondaba por aquella carretera las noches sin luna, buscando con ansias hombres infieles que convertir en víctimas y así brindar una lección de moral al género masculino malvado y traicionero y merecedor de los mil infiernos. Un joven que penaba por los sembradíos con un saco de huesos al hombro, alto y delgado como una vara, que avisaba su presencia engañando con silbidos lejanos a los viajeros incautos. El llanto y los gritos de eterno arrepentimiento de una muchacha condenada a vagar por aquellos llanos por haberse convertido en asesina de sus propios hijos. El espíritu de una depravada mujer convertida en bolefuego que pierde a los viajeros y caminantes del llano. Cultura transmitida de boca en boca de generación en generación, parte del día a día de aquella gente de pueblo, mitos y leyendas que se hacían verdad en las mentes de inexpertos o curtidos andantes de campo en la soledad y el frio y la oscuridad de la noche.

Un vallenato rajaba el silencio del llano en una tasca al lado del camino con solo nueve personas que escucharan sus tristes y lamentables notas de despecho. Jacinta Rosales estaba sentada en la puerta de la casucha terminando un cigarrillo y pensando en los hombres de su vida mientras oía una de Diomedes que allí afuera era opacada por el canto de mil grillos y sapos en la oscuridad, cuando a lo lejos un par de luces captaron su atención de manera especial. Se movían a gran velocidad, invariable, mientras el sonido de un motor viajaba poco a poco en el viento nocturno. Era una camioneta blanca y Jacinta vio, cuando pasó justo frente la tasca, claramente que el conductor (señor relativamente joven, cabello negro corto y tez morena clara) cantaba algo en voz alta, quizá alguna pieza llanera o romántica. Extrañamente, al verlo pasar, llegó una disparatada idea a su mente: “ahí va el diablo”.

“Cuando el gallo de la una se oye en lo lejos cantar… el loco viendo la luna le dan ganas de llorar”.Imagen

“¿Aló? ¿Aló?” había sentido su teléfono celular vibrando en el bolsillo pero no escuchaba quien le hablaba, la música estaba muy alta. Revisó las últimas llamadas recibidas en la pantalla y apareció el nombre de Carla, su hija mayor. Seguramente le quería contar algo de la universidad, un libro que necesitaba o tanta plata para pagar el semestre. Era luz de sus ojos, estudiante de derecho en una prestigiosa universidad en el centro del país, con diecinueve años, alta y delgada como su madre, trigueña de ojos negros y cabello hasta un poquito más debajo de los hombros. Carla Del Carmen Castro Silva, una mujer hermosa hecha y derecha, ayudante de su madre y estudiosa incansable; la gente no podía menos que augurarle lo mejor, y Beto estaba orgulloso de ello. Dos hombres habían rondado la casa en toda la adolescencia de su hija mayor, pero ninguno de ellos ganó mayores derechos ni privilegios con la muchacha, solo ahora en sus diecinueve años, Carla había presentado un hombre como su novio, pero Humberto no recordaba su nombre en ese momento.

Una necesidad imperiosa comenzó a dominar el cuerpo y la mente de Beto, la sed. Había notado a su paso por la carretera varias casuchas que servían como parada a los viajeros y camioneros, y no dudó que hubiese más a lo largo del camino. Fue así como tomó la decisión de detenerse en el próximo local y tomar aunque sea una cerveza, que ningún daño podría hacer a su cuerpo ni a sus mentes despiertas.

Sin que Humberto lo viera, un conejo negro y salvaje saltó a la carretera unos metros más adelante que la camioneta, se detuvo en el rayado del medio y viendo las dos brillantes luces que se le abalanzaban velozmente, siguió su camino, quedando solo a centímetros de ser aplastado y destrozado. Ya del otro lado de la vía, e internándose en otro sembradío, percibió a lo lejos, al sur, la presencia de un ser maligno, físico o espiritual, que erizó su cola pequeña y el pelo de su lomo. Algo había más allá y lo sintió, y con un rápido movimiento de sus patas traseras comenzó a avanzar dando saltos hacia el norte. Así sucedió no solo con ese animal, sino con todos los otros que se encontraban por el área: pájaros, ratones, culebras, venados, perros y hasta insectos; todos emprendieron marcha en sentido contrario de la amenaza al sur.

 “Esperando se la pasa que como una novia fiel, venga la luna a la plaza para conversar con él”.

Rigoberto Lunar era el dueño de “La gallinera” para ese entonces, y desde que el desconocido entró por la puerta principal de su pequeño negocio observó que había traído unos cuantos problemas tras de sí. Sonaba una vieja salsa de Ismael Rivera que hacia mover un poco los pies de las cinco personas que se encontraban en el lugar, una de las cuales era una joven sucia pero de facciones hermosas. Vestía un jean sumamente acabado y una blusa que antes solía ser negra, y al ver al hombre moreno sus ojos se abrieron desmesuradamente y su cara tomó una expresión de súbita admiración. Rigoberto creyó recordar el nombre de la muchacha, Nailer o Nailu, a la vez que caía en cuenta de que nunca la había visto acompañada por familiar alguno, y no tenía conocimiento de donde vivía.

El extraño pidió una cerveza light, la cual bebió con rapidez de pie frente a la barra, para luego pedir tres más para el viaje. Pagó con un billete de cincuenta bolívares y mientras buscaba el cambio, Rigoberto estuvo tentado a preguntarle de donde venía o adónde iba, o quizá que buscaba en aquellos lados, pero no alcanzó a abrir la boca. Extrañamente pensó que la respuesta del extranjero podría haberlo fulminado en aquel momento. Cuando el hombre se fue todos se quedaron mirando la puerta fijamente, excepto la chica, quien salió caminando tras el hombre un minuto después. El dueño veía a la joven sin inmutarse, la veía observar la camioneta blanca mientras se alejaba en la noche, caer de rodillas en la tierra y llevarse las manos a la cara, tal vez llorando, la veía quebrar su propia botella de cerveza contra el suelo y clavarse un vidrio de gran tamaño en su cuello. Extrañamente nada de aquello pareció alterar al señor del local, quien sentía como las otras cuatro personas se agredían físicamente a sí mismas, una mujer de mediana edad realizó la misma operación que la muchacha de afuera, un joven sembrador y coleador sacó un cuchillo del bolsillo trasero de su pantalón y lo hundió en la boca de su estómago, luego en su abdomen bajo, luego en su cuello y ahí quedo, mientras otro hombre un poco mayor tomaba el mismo cuchillo y repetía la acción en distintas partes de su cuerpo. Un anciano calló en medio del local, no se sabe de qué, pero muerto como cualquiera de los otros. No hubo gritos ni gemidos ni alaridos ni ningún sonido de dolor, solo se escuchaba a Ismael Rivera.

“La gente del alto llano más de una noche lunar… con la luna de la mano han visto al loco pasar”

Humberto era un hombre de nunca mirar atrás. Había pertenecido a la Guardia Nacional por diez años de su vida hasta que nació Madeleine, su segunda hija. Llegó al grado de capitán y fue uno de los más crueles oficiales jamás vistos, sembrando el miedo en sus subalternos por sus sádicos métodos de sanción y castigo. Unos cuantos hombres y mujeres en este mundo vieron sus vidas y carreras militares frustradas por el hombre que en aquel momento conducía una Silverado blanca por la oscura carretera rumbo al sur. Por otra parte, nadie más dulce y tierno, merecedor de toda flor y canción de amor habida y por haber en el mundo que su hija menor, Madeleine.

Desde muy chiquita se ganó los corazones de todo aquel que la conocía por su rubia cabellera y ojos claros, sus pecas y su dulce vocecita para el canto; todo ello heredado de su madre. En su vida académica tal vez no era la más brillante, como su hermana Carla, pero sí la más carismática en cualquier actividad. A sus quince años, la menor de las niñas Castro ya era vocalista y guitarrista principal de un pequeño grupo de punk de la ciudad, con el cual había tocado en distintas festivales y concursos escolares. Sin duda alguna, la familia siempre fue muy unida, con Humberto a la cabeza resolviendo económicamente con negocios aquí y allá (no siempre limpios) y altos contactos en el gobierno regional, y últimamente Nacional. Más de una vez algún conocido de Beto le había palmeado la espalda y dicho “Hombre si tú llegaras a político tendrías un éxito rotundo en todo” ya que, a pesar de una crueldad muy privada para los negocios, reflejaba ante los demás una simpatía y diplomacia ejemplares, que le habían hecho merecedor de las sonrisas y apretones de mano de varios de los más importantes personajes del país. Y justo en aquellos momentos era su nombre discutido en una reunión de políticos de madrugada para candidato a alcalde de un gran municipio de la capital, lo que lo catapultaría luego a algo mas grande.

“El loco Juan carabina sueña… por la madrugada, que en la cama de niebla fina tiene a la luna de almohada”.

Por otro lado, la crueldad Beto era y había sido siempre muy curiosa, aunque solo él conocía los más bajos extremos a los que podía llegar. El y algunas víctimas de sus travesuras. Si, era verdad, Humberto se había lanzado al filo a unos cuantos seres vivientes, por no decir que era un asesino.

Desde niño siempre fue un poco malicioso, estando bien con todos los otros niños pero muy por encima de ellos, muy avispado y jodedor. En el liceo fue un muchacho normal, del grupo de los “malos” pero adoptando una posición bajo perfil. Fue al entrar en la Academia militar de la Guardia que comenzaron a aflorar sus más crueles instintos. Al principio y como todos los demás cadetes de primer año, recibía insultos y sanciones de cadetes superiores, algunos tan denigrantes para desmoralizar a cualquiera. Pero Humberto esperó con paciencia su segundo año como cadete, y ahí comenzaría a ejercer su liderazgo sobre sus compañeros y algunos cadetes subalternos, y su maldad sobre los que le desagradaban, aunque aún no en su máxima expresión. A los diecinueve años conoció Carlota, su futura esposa, quien era prima de uno de sus compañeros, pero no fue hasta tres años después que comenzara a pretenderla. Finalmente, a sus veinte años, se graduó de teniente y fue designado a una de las peores cárceles del país.

Fue en ese momento en el que dejó ver su lado monstruoso, azotando hasta la muerte a presos insurgentes en compañía de algunos subalternos fieles, pues era tan habilidoso para caerle bien a todos y ganarse su lealtad, que algunos lo acompañaban en sus más viles actos sin decir ni una palabra y lo que es más, compartiendo su gusto por la maldad. En los dieciocho meses que estuvo destacado en aquel centro penitenciario, asesino, junto a sus fieles subalternos, a cincuenta y nueve reclusos, y a todos ellos los torturó previamente. Por supuesto, cada caso aparecía en la prensa como víctima de enfrentamiento o motín, y nunca salió a la luz la verdadera razón de las muertes. Humberto Castro era malo, pero nunca inclinado a lo sexual o a los robos, ni siquiera a la muerte, pues esta era solamente el resultado de sus más viles acciones; sino a la tortura, a ver el dolor en las caras de sus víctimas, a escuchar sus gritos y súplicas, a tener el poder y el dominio sobre ellas.

Al ser trasladado a la capital había entablado una muy bonita relación con Carlota, que terminó en matrimonio, y se alejó de las torturas y muertes de su pasado. Casi nunca soñaba, y jamás había sentido remordimiento alguno por sus acciones.

“El loco Juan carabina pasa las noches llorando si la luna no ilumina las noches de San Fernando”.

Nunca nadie sabría la razón de las muertes de aquella noche, que en total fueron veintidós, todos suicidios. Don Rigoberto Lunar sería el único testigo, mas nunca volvería a ser el mismo, siempre mirando al frente, perdido en una noche interminable. La primera víctima en ser encontrada seria la señora Jacinta, a la puerta de un botiquín a un lado del camino, con un pico de botella clavado en el cuello y desangrada en su silla.

Aproximadamente a las 02:00 am Humberto sintió como su camioneta fallaba y el motor dejaba de funcionar, deteniéndose en mitad de la nada, en medio de aquella carretera rodeada de noche y frío y estrellas. Se apeó de la Silverado y sintió el frío nocturno acuchillarlo en sus brazos y su cara, disfrutó del sonido seco de la puerta al cerrarse. Alzó la mirada al cielo y admiró las miles de constelaciones y millones de estrellas, y como es natural al ver semejante misterio y grandeza, se sintió mínimo, algo pequeño, pero no menos de lo que cualquier otro ser se pudiese haber sentido, pues él era distinto. No pudo controlar sus músculos faciales cuando le sobrevino el llanto, y se imaginó que debió reflejar verdadero terror en sus ojos. Corrió hacia el campo, tan veloz como nunca, llorando, iracundo y solo, dando alaridos y mirando la luna de vez en cuando; corrió y lloró con la desesperación de quien descubre de repente ser el diablo.